Viaje a lo inesperado

 

Han pasado ciento veinticinco años desde que se inició la pandemia en mi planeta. Aunque hubiéramos sabido lo que acontecería después, dudo que hubiésemos logrado frenar el desenlace que nos esperaba. Ahora me encuentro a bordo de una pequeña nave, viajando por el espacio con rumbo desconocido. Si nos interceptan, temo que descubran que mis memorias no han sido borradas e intenten nuevamente robar mi cada vez más lejana historia.

Era una persona común, un funcionario público, trabajaba en tribunales, como solíamos decir. Me despertaba cada día a las seis de la mañana, me despedía de mi esposa e hija y luego tomaba el metro mientras, asfixiado entre la multitud, imploraba llegar a tiempo. Mi jornada empezaba a las ocho y yo estaba en el trabajo a las ocho menos cuarto, siempre puntual, siempre corriendo. Me estoy perdiendo en los detalles, pero en mis condiciones actuales esta podría ser la única evidencia de nuestra forma de vida antes de la invasión. Al llegar tomaba desayuno en mi escritorio, por supuesto.

En el mes de enero del año 2020 empezaron lejanos rumores de que un virus originado supuestamente en China comenzaba a expandirse ferozmente. En cosa de semanas ya estaba en gran parte del mundo, y en meses, ya nos había confinado dentro de nuestros hogares. El 18 de marzo de ese año empezó la cuarentena en mi ciudad.

Murió mucha gente, más de la que nos hubiéramos imaginado. Nuestros ancianos, niños, personas enfermas e incluso los más sanos. Nadie estuvo a salvo. Cuando se creía que la situación estaba bajo control, el gobierno nos permitía salir a las calles, pero rápidamente volvía a expandirse la enfermedad y retornábamos al encierro. Así estuvimos al menos tres años. Todo el presupuesto de los Estados fue consumido en búsqueda de una cura. Ninguna vacuna logró la inmunidad.

No existía ningún lugar donde escapar a la pandemia. Si no morías te recuperabas, pero luego enfermabas de nuevo y así hasta la muerte. El agua, la comida, el aire, cada superficie estaban totalmente contaminadas.

Le llamaron Nueva Normalidad, pero nunca hubo un rastro siquiera de normalidad. Ya nada importaba, con una serie de nuevos «estallidos sociales» llegó la hambruna y se agudizó la delincuencia. Poco tiempo después, cuando descubrieron quién había sido el verdadero responsable de la creación del virus, estalló la Tercera Guerra Mundial.

Cuando ya no quedaba ni rastro de lo que fuimos empezó lo peor. Era febrero del año 2028, no recuerdo exactamente qué día. Era una noche calurosa. Mi cuerpo sudaba. Estaba sucio y delgado. Apenas podía conseguir agua y comida para sobrevivir. Para ese entonces ya no existían trabajos, supermercados, escuelas, ni nada civilizado, solo tomabas lo que era tuyo. Mi esposa y mi hija ya no estaban, se las llevó la pandemia. Nunca superaré el dolor de esos años. El recuerdo me mantiene vivo.

Hacía un calor infernal. Ya no había electricidad. Por las noches siempre había un clima de muerte. Aunque intenten borrar mi memoria nunca olvidaré ese día. El cielo negro se tornó blanco. Un ejército infinito de luces lo iluminó todo. En un segundo podía ver todo el horizonte desde mi departamento en el piso veinticuatro. Era como un amanecer furioso e imposible: el último día que estaría en la Tierra.

Cuando logré soportar la intensidad de aquella luz, miré atónito y con profundo horror el cielo cubierto por naves ovaladas. Hubo un silencio estremecedor y, después, rayos de luz comenzaron a caer por todos lados. Nos estaban abduciendo.

La Tercera Guerra Mundial se detuvo. La población en esos momentos se había reducido a tan solo ochenta millones de habitantes. Si no te mató la enfermedad, fue la guerra, el hambre o alguna riña callejera. Y ahora, fuera de todo pronóstico, una invasión alienígena.

Parecía no haber escapatoria, hasta que las abducciones se detuvieron. Aparecieron otras naves, pero de tonos más oscuros, o tal vez plateadas. Comenzaron a «abrir fuego» (lo dejo entre comillas ya que parecían láseres o disparos de luz) contra las primeras naves. Un eco retumbaba por toda la inmensidad. Muchas naves caían y se estrellaban devastando todo a su alrededor. Esta guerra extraterrestre duró unas cinco horas. Solo quedaron los platillos del principio, de cuyas naves emanaban luces brillantes y de colores. A una hora de la salida del sol, abdujeron a todos los humanos que quedaban en pie. El planeta Tierra ahora era territorio extraterrestre.

Debo confesar que siempre sentí un temor que bordea el pánico respecto a los seres de otro planeta, sobre todo al pensar en las características de estos seres: extraterrestres grises y feos, de gigantes ojos oscuros y pieles húmedas. Solo me tranquilizaba saber que no existían y no eran más que otra invención humana o una nueva serie de Netflix.

Y bien, pues ahí estaba, como muchos dijeron y nadie quiso creer: en una camilla siendo observado por innumerables seres, aunque no tan repugnantes como había imaginado. Me sentaron y sentí como un disco era insertado en la parte de atrás de mi cabeza, a la altura del cuello. Ya tenían mi información genética, acceso a mis recuerdos y, en definitiva, control de toda mi existencia.

Me giré abruptamente al escuchar un ruido. Un hombre corpulento de vestimentas militares gritaba e intentaba resistirse. Todo era inútil. Estaba atado por una especie de sogas fluorescentes. Un alienígena alto, delgado y de aspecto grumoso abrió su palma a la altura de la frente del hombre y este cayó inconsciente.

Hablaban un idioma casi imperceptible, parecido a un ronroneo forzado. Los llamé los Krsk, quienes parecían tranquilos y amenazantes a la vez. En la habitación donde me encontraba solo había hombres, las mujeres habían sido separadas para otros fines.

Nos alimentaban con cápsulas. Era el comienzo de una vida insípida e incierta. Todos vestíamos el mismo uniforme blanco. Recibíamos cursos por telepatía. No podíamos hablar entre humanos, estaba prohibido. Cada uno tenía una labor, nos volvimos autómatas, sin memoria ni derecho a sentir. Lo más curioso era la atmósfera dentro de la nave. Respirábamos una especie de oxígeno que evitaba el envejecimiento. Pasaron cincuenta años y seguía luciendo como un hombre de treinta y cinco. Era increíble, y a la vez, una agonía sin fin.

Tiempo después, descubrí que la raza de los Krsk estaba en peligro de extinción y que, al parecer, compartían cierta compatibilidad con la genética de la especie humana. Como si antes hubiesen sido humanos y mutado por algún extraño fenómeno climático.

Por ello usaron los óvulos de las mujeres humanas y crearon nuevos híbridos. Había una especie de incubadora industrial donde el periodo de gestación se reducía a tan solo un mes.

Finalmente, después de varios trabajos, como recolector de basura espacial, limpieza de excremento alienígena y encargado de mascotas —sí, tienen una especie de perros y son asquerosamente adorables—, terminé como técnico de los tableros de las naves pequeñas.

 Allí lo conocí. Su nombre era Tarik. Un hombre del Antiguo Egipto que fue abducido hace más de cuatro mil años; ya saben, ha pasado mucho desde que fueron construidas las pirámides. Me contó que fue usado como canal de comunicación entre el faraón y los alienígenas debido a sus habilidades telepáticas. Después de cumplir su misión fue destinado a todo tipo de trabajos en la Nave Madre sin posibilidad de regresar a la Tierra. Era de los más antiguos «esclavos humanos», sabía cómo funcionaba todo y se había ganado el favor de algunos alienígenas. Había recuperado su memoria paulatinamente con el transcurso de los años. Pero ningún humano podía entenderlo porque ninguno recordaba nada, hasta que se encontró conmigo. Nos hicimos confidentes de inmediato. Me enseñó a comunicarme telepáticamente.

 —Son seres instintivos —me dijo repentinamente mientras fingía reparar la compuerta de la nave—, se mueven pensando en la conservación de su especie y en conquistar planetas para formar un imperio indestructible, pero me di cuenta de algo —dijo con una luz en su mirada.

 Solo lo observé interesado.

 —Entre ellos no existe la traición. No saben lo que es. No es parte de su naturaleza, ¿entiendes?

 —Quieres decir que nosotros podríamos…

 —Escapar. Y no lo verían venir porque nunca ha ocurrido algo semejante. Si bien tienen una infinita inteligencia para desarrollar tecnologías, carecen de estos sentimientos propiamente humanos. Estoy seguro de que algún día comenzará una rebelión entre estos nuevos híbridos. Ellos son en parte humanos y no escaparán de estas emociones. La sed de poder y la capacidad de traicionar para lograr cualquier objetivo será nuestra venganza.

 —No es traición, fuimos secuestrados… no les debo lealtad —objeté.

 Pensé cada noche en sus palabras. Si volvíamos a la Tierra, ¿qué habría allí? ¿Nos mataría volver a respirar oxigeno después de tanto tiempo? ¿Quedarían humanos? ¿Quiénes habitaban la Tierra actualmente? ¿Intentarían cazarnos? No importaba, solo queríamos tomar el poder sobre nuestras vidas y decisiones, un descanso.

 —Nos iremos mañana —dijo Tarik mientras verificaba que el tablero funcionaba.

 —¿Estás seguro? ¿No lo notarán? —pregunté tembloroso y advertí unas cicatrices que asomaban por su cuello.

 —Mañana habrá una reunión que ocurre cada cien años. Es el momento de recuperar nuestras vidas, y si tengo que morir por ello, lo acepto.

—¿Qué te ocurrió? —le pregunté finalmente.

—Fui el humano cero, de los primeros en llegar… imagina todos los experimentos que hicieron conmigo… —sonrió levemente y se retiró.

Al día siguiente había un ambiente bullicioso en la Nave Madre. Una gran aglomeración de Krsk se reunía en un salón de dimensiones colosales. La seguridad seguía funcionando y parecía un sistema implacable. Mis piernas tiritaban frente a Tarik, quien parecía imperturbable.

Nos reunimos sigilosamente en el ala oeste. Allí estaban las naves más pequeñas y nuestra presencia no era sospechosa debido a la naturaleza de nuestras labores.

Yo solo había hecho un curso de piloto para efectos de realizar el mantenimiento, pero realmente no sabía cómo pilotear una nave extraterrestre.

­—Si tenemos suerte no notarán la ausencia de esta placa de autorización —dijo Tarik iniciando el procedimiento de despegue.

La nave se levantó rauda y la compuerta hacia el exterior comenzó a abrirse. De pronto comenzaron a sonar las alarmas.

—¡Nos descubrieron! —grité.

—Ya es muy tarde…

Salimos a una velocidad impresionante. Realmente era una tecnología sin precedentes que no logro plasmar en este escrito. Todo el conocimiento que traía de mi pequeño planeta se redujo a migajas durante mi estadía en la Nave Madre. Parecía que viajábamos a la velocidad de la luz. El radar mostraba planetas cercanos cuyos nombres nunca escuché.

—Nos siguen —dijo Tarik y sacó una daga—, debemos quitarnos los discos.

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