La mudanza

El doctor se acomodó los anteojos mientras aquella mujer ojerosa de cabello enmarañado le clavaba la mirada tras una insólita petición. Sus manos tiritaban y no era para menos: había pasado un mes desde que un fuerte zumbido la sacó de la cama para sentenciar a muerte sus horas de sueño. A partir de ese momento comenzó a escuchar sonidos de todo tipo, como martillos, taladros, muebles siendo arrastrados, música, programas de televisión en idiomas extraños. 

Los primeros días buscaba por las ventanas, husmeaba a los vecinos, tocaba a sus puertas exigiéndoles que detuvieran los trabajos de construcción; marcaba a conserjería para reclamar por los ruidos molestos y enviaba constantes correos electrónicos a la administración del edificio para que tomasen las medidas pertinentes, pero nadie estaba ejecutando los ruidos que ella describía; es más, se encontraba viviendo en un edificio que, en su mayoría, era habitado por adultos mayores.

En poco tiempo ella se había transformado en la única molestia dentro de la comunidad. Hasta llegaron a pensar que sufría de alguna especie de enfermedad y cuando la veían de reojo mientras abría el portón susurraban: «ahí viene la loca… la esquizofrénica».

La primera vez que escuchó el extraño zumbido atravesar sus orejas creyó que se trataba de un mosquito. El clima húmedo siempre les caía bien y hacían de las suyas, aunque este debía de ser uno bastante colosal para emitir un sonido semejante, porque, además del susto, tuvo un pitido deambulando por sus tímpanos por al menos tres días. Justo empezaban sus vacaciones, aquellas que había postergado por más de cinco años, porque ella, sin saber realmente por qué, quería cumplir su propio récord de asistencia, trabajar horas extra, llegar tarde a su casa, comer algo rápido y dormirse temprano para estar a primera hora registrándose nuevamente en sus intensas labores de autómata.

Supuso que su estado se debía a la ruptura de su intensa rutina laboral y comenzó a evaluar la posibilidad de cancelar sus vacaciones, pero ¿y si aquellos sonidos no cesaban?, ¿cómo rendiría en el trabajo? Solo pensar en destruir su imagen de trabajadora del año, que, por cierto, no le significaba ningún aumento de sueldo, le hizo desistir. No podría permitirse abandonar el hormiguero.

Las primeras semanas las denominó «de las reparaciones». Ruidos de construcción la acechaban a cada hora, y cuando sus párpados caían un zumbido que retumbaba en sus orejas la hacía despertar. No le daban tregua, conseguir dormir un par de minutos era toda una odisea. Después del zumbido empezaban a mover los muebles, se abrían y cerraban puertas, ¡hasta un taladro había! Y cuando empezaban los «trabajos» también lo hacía una estridente musiquita que sonaba a un ritmo acelerado al compás de la total inclemencia.

Sus ansias de atrapar el silencio sobre su tersa almohada eran insaciables, pero entre más silencio había, más escuchaba cómo sorbían la sopa, los tintineos de cubiertos y ¡hasta eructos! Ante tal falta de decoro, hizo entonces una declaración de guerra y decidió combatir el ruido con más ruido. Durante la segunda parte, titulada «contra el enemigo», se atrincheró en su cama con los cascos pegados a las orejas y la música clásica a todo volumen. Parecía funcionar mientras se hundía en el cansancio de su inesperado insomnio. Se cerró el telón y no hubo más asedios. Después de muchos combates perdidos había obtenido su primera victoria.

Un olor a humo la hizo sentarse rápidamente. Corrió a la cocina, pero nada se quemaba, ni en su casa ni cuando se asomó a inspeccionar los alrededores. Solo era un extraño olor a plástico quemado y un punzante dolor en el lado izquierdo de su cabeza.  

Se sentó frente a su taza de café. Lentamente fue cayendo sobre la mesa hasta volver a dormirse. En ese momento pegó un brinco tras un gran tzuuummmmm. Sin ánimos de moverse del suelo quedó observando el techo. Dentro de su delirio escuchó una especie de conversación en una lengua desconocida. Una vocecita chillona conversaba rápido como una ametralladora con otra voz más grave que solo respondía de forma cortante. 

En la etapa siguiente, «de las decisiones», buscó ayuda psicológica, pero por más especialistas que visitara, nadie encontraba una cura para su mal. Solo obtenía listados de somníferos entre otros medicamentos de efectos aletargantes. Intentó volverse invisible para el enemigo con sus audífonos y frascos de pastillas.

 Una mañana comenzó a sentir el sonido de una gotera. Era incesante y torturadora. Parecía que traspasaba incluso la música clásica y se colaba entre sus sueños configurando horrendas pesadillas. Se despertó, gritó y arrojó cada cosa que encontró a su paso. 

—Quiero operarme —imploró. 

Allí, en la consulta médica, solicitó extirparse los tímpanos o lo que fuese necesario para dejar de oír. Incluso los sonidos cotidianos le provocaban fobia. Sin saber si derivarla a un psiquiatra o acceder a sus peticiones, el doctor la envió a hacerse exámenes que pudiesen dilucidar el estado actual de sus conductos auditivos y evaluar la viabilidad del asunto, pero, sobre todo, con la intención de obtener tiempo para que pudiese recapacitar.

—¿Usted ha introducido cuerpos extraños en sus orejas?

Negó con una rabia fulminante, ¿cómo era posible una pregunta como esa?, ¿por qué estaría metiéndose cosas en las orejas? Se puso de pie dispuesta a irse en búsqueda de algún cirujano que accediera a su pedido. Después de todo, seguro que alguno accedía sin tanto rodeo mientras recibiera su justa paga. Es más, estaba dispuesta a sacar todos sus ahorros y pedir un préstamo si aquello fuese necesario. 

—Estos son los resultados obtenidos en el laboratorio —le dijo el doctor.

—¿Dónde están mis imágenes? Esto parece sacado de una revista de deco-hogar —dijo volviendo a su asiento mientras revolvía las impresiones.

—Este es el interior de su canal auditivo —dijo y posó la punta del lápiz. 

Con los ojos abiertos en extremo sujetó la fotografía. A lo largo se extendía un sofá de dos cuerpos frente a una alfombra colorida y sobre esta, una pequeña mesita. Al otro lado un berger donde una extraña silueta borrosa parecía ocultarse tras un gran periódico. Cerca del tímpano había una cocinilla, un refrigerador y una mesa de comedor. Atravesando el tímpano, yacían un inodoro, una bañera y un espejo.

—Su tímpano está perforado —dijo el doctor tratando de buscar objetividad.

Se levantó para examinar su oreja izquierda. Con una especie de pinzas comenzó a ingresar por el canal auditivo guiado por una luz y una lupa. Había logrado agarrar algo con las pinzas cuando un grito agudo y terrorífico resonó por toda la consulta. El doctor cayó sentado y ella miró asustada en todas direcciones. Un fuerte zumbido salió por sus orejas junto con un hombrecito de cuerpo delgado e impecable traje púrpura que volaba alrededor sobándose el hombro. Los observó por unos segundos mostrando los dientes y batió sus alas de coleóptero a toda velocidad para escabullirse por la ventana semiabierta.

—Tendré que hacerle una cirugía para sacarle el resto de la casa, solo este pequeño folleto quedó entre las pinzas… —dijo temblando el doctor.

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